El tesoro que no era para mí

Título: El tesoro que no era para mí
Autor: José Manuel Busso; D.R. © 2013-2017
Categoría: Leyendas Populares Cortas
Las historias y leyendas populares mexicanas sobre tesoros enterrados que se cuentan por ahí siempre serán del agrado para muchos de nosotros. En esta ocasión les compartimos un relato que Don Manuel narra acerca de una vivencia que tuvo en su niñez; esperamos que la disfruten.
Cuando era muy chiquito perdí a mis padres y me recogieron mis abuelos a los que aprendí a querer y respetar como mis “tatas”, para mí ellos fueron mis papás y se habla de su vida con todo respeto porque ya están con Dios.
Recuerdo que mi viejito era un señor muy luchador y mi “amá” una mujer muy trabajadora. En cierta ocasión, cuando yo apenas tendría unos once años; mi papá llegó arreando una manada de chivas (cabras), luego se encaminó hacia mí para decirme:
—¡Mire mijo! estas serán su “encargo”, cuídelas mucho y no se les despegue.
Con gran alegría acepté la encomienda y me di cuenta que en sus brazos cargaba un perrito color golondrino.
—¡Tenga!... Aquí está su ayudante —dijo mientras me entregaba el animalito.
Después de que mi abuelita nos daba de almorzar; cada uno de los miembros de la familia nos dirigíamos a realizar nuestras respectivas actividades; mis tíos trabajaban con unos señores ricos que tenían muchas vacas, mis tías hacían el quehacer de la casa, lavaban, cocían nixtamal y frijoles; y yo me iba a cuidar el ganado que me había encargado el abuelo.
Así estuve saliendo a pastorear las chivas durante algunas semanas y si alguien ha lidiado con ellas sabe que son bastante andariegas, la mayoría de las veces caminan sin parar y si uno se descuida no les da alcance. El perro que me había regalado mi tata, aún estaba pequeño y se cansaba; entonces no me ayudaba todavía con los animales y lo tenía que llevar a veces en brazos.
Un día que estaba entretenido jugando, queriendo atrapar “charalitos” en un “charco”; no me di cuenta que las chivas se alejaban de mí. El tintineo de su cencerro a la distancia me hizo volver a la realidad y me incorporé muy asustado dejando las vagancias, para luego ir a buscarlas.
Comenzaba a lloviznar y lo más seguro es que los animales iban hacia un refugio. Debía apresurar mi paso si es que quería darles alcance, para ello tendría que guiarme con el sonido que llegaba desde la “campanita” que colgaba en el cuello de una de ellas. Corrí sin descanso, un tanto temeroso por el temporal que se avecinaba y al fin las encontré; estaban adentro de una vieja cueva, a la que me dirigí buscando protegerme también del aguacero que no tardaba en llegar.
Mientras pasaba la tempestad me puse a “husmear” un poco en el escondite; entonces fue cuando miré a una piedra algo extraña que despertó mi curiosidad. No era grande, pero si parecía diferente a las demás; entonces decidí ir hacia donde ésta se hallaba, para tratar de resolver aquel misterio.
Al darle una patada con el guarache, vi con asombro que sobresalía un pedacito de vaqueta vieja. Con ganas de saber qué era, seguí escarbando y al poco rato descubrí una carrillera repleta de cartuchos de los calibres que se usaban en los tiempos de la Revolución Mexicana.
Jalé con fuerzas el pedazo de cuero y para mi sorpresa, apareció ante mis ojos un rifle 30-30; también de la época de Pancho Villa. No quise buscar más, tal vez por miedo o porque la lluvia había terminado y los animales se comenzaban a desparramar; fui tras ellos, ya era la hora de regresar a casa.
Vivíamos al pie de la sierra, en una cabaña que mi viejo construyera con mucho sacrificio y a la que después le había agregado un corral para los animales. Cuando me disponía a encerrar las chivas, me percaté que alguien se acercaba hacia mí; se trataba de mi tío Quilino quien era muy aficionado a la cacería.
—Qué bonito rifle mijo, a ver deje verlo, ¿de dónde lo sacó? —dijo sonriendo al mismo tiempo que estiraba la mano para que le diera el arma.
—Ahí le va —me limité a contestarle y se lo entregué.
Pasó el tiempo y me hice un hombre; tendría tal vez unos 23 años y ya vivíamos en otro pueblo. El gusto por la caza se había despertado en mí, entonces recordé al rifle que mi tío tiempos atrás tomaría como “prestado” y sin pensarlo mucho me dirigí a su casa a pedírselo.
Al entregármelo me dijo que ya casi no servía, entonces volvió a preguntarme de dónde lo había sacado. Esa vez le expliqué con lujos de detalles cómo fue que lo encontré junto con la carrillera atiborrada de cartuchos.
—A qué muchacho tan tonto, ahí estaba el dinero hijo; cómo es zopenco usted, debajo del rifle estaban los muertitos que hicieron el hoyo pa’ enterrar el tesoro. ¿Por qué no siguió escarbando debajo de los difuntitos?... ahí estaban “las alazanas” —expresó mi tío refiriéndose a las monedas de oro que había en los tiempos de Pancho Villa.
—Ni modo… no era para mí —le respondí quedándome un poco pensativo.
Después de unos dos años, al pueblo llegaron los rumores que por la zona donde yo cuidaba las chivas; encontraron varias maderas viejas de unos cajones como los que se usaban al enterrar los tesoros y que alguien en aquellos lares, de la noche a la mañana había dejado la miseria.
Me he puesto a pensar que tal vez esa persona se encontró el tesoro que no era para mí; creo que estuvo mejor así, si no hoy estuviera más loco de lo que ya estoy y con una sonrisa así de agradable termina su relato Don Manuel.
Si te gustan las historias y leyendas mexicanas populares cortas cómo la que hemos presentado; te invitamos a que sigas visitando nuestro sitio, en donde encontrarás otros relatos de tesoros enterrados o escondidos que podrían hacerte pasar un rato ameno.
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