También Tengo Dientes

Título: También Tengo Dientes
Autor: Juan Sainz; D.R. © 2013-2016
Categoría: Cuento de Terror Corto
Para quienes les apasionan las historias de miedo, en esta ocasión les presentamos un cuento de terror corto que esperamos sea de su agrado.
Para llegar al campo agrícola donde trabajábamos cortando “vara blanca”, había que recorrer un largo trecho entre el monte, caminando entre veredas completamente desoladas.
Salíamos muy temprano para regresar antes de que cayera el sol. La tarea no era nada fácil pues, para ganar un salario mínimo debíamos de trabajar de sol a sol durante jornadas que se extendían por más de 8 horas diarias.
Pero, ¿qué hubiéramos podido hacer en este país, en aquella región montañosa del sur de Sinaloa de la cual vengo escuchando desde hace más de 30 años, que se encuentra en vías de desarrollo? No nos quedaba de otra, solo seguir “apechugando”, tratar de no voltear atrás y seguir adelante.
A la “clase dominante” no le importa cómo vive el pueblo, se encierran en su “burbuja” de lujos y riquezas y lo demás sale sobrando. He llegado a pensar que viven en un mundo aparte, enajenados por conveniencia, convencidos de que las cosas en el país van bien; simplemente, porque para ellos todo marcha excelente.
Después de un tiempo, cansado de recorrer aquellas “veredas” me sentía sumamente agotado, asqueado de trabajar, harto de aquella rutina que me obligaba a caminar casi 20 kilómetros diarios para recibir un mísero sueldo.
Así que, un sábado por la tarde cuando recibí el pago de la semana, en compañía de Cenobio y Enrique decidí adentrarme hacia el más cercano pueblo, para ello, había que caminar unos 5 kilómetros; afortunadamente, sobre un camino empedrado.
Curiosamente la ruta se nos hizo muy corta, llevábamos tantas ganas de emborracharnos que no sentimos el recorrido. Al llegar al poblado, rápidamente nos fuimos a la cantina “El Canelo”.
El Canelo, “centro de espectáculos” para pobres, expendía cerveza de la más barata y licor del mas corriente. Al entrar por las puertas tipo “viejo oeste”, da la impresión de que se está llegando a otro lugar como si el espacio recreativo en cuestión estuviera asentado a las afueras de una gran urbe.
Si dirigimos nuestros pasos de frente, encontramos una gran barra de lado derecho que es donde se destapan y sirven las bebidas, al fondo están los baños y de lado izquierdo hay unos 4 cuartitos donde algunas meseras y ficheras del lugar, comercian con sus caricias.
Al lado de los 4 cuartos, haciendo esquina con la pared de la entrada, hay un “templete de madera” donde toca un grupo norteño. Hay pequeñas mesas en los perímetros del lugar, al centro se aprecia la pista de baile rodeada también de mesas más grandes con sus respectivas sillas.
Hay un espacio sin techar al lado de los baños, que es ocupado por tres grandes árboles sombrosos donde se recargan los “bebenzales” para hablarles de “amor” a las trabajadoras del lugar. El Canelo en su tiempo, fue una huerta tipo hacienda muy importante.
Estúpidamente pedimos aguardiente para tomar, por ser el más barato, y porque nuestros bolsillos no estaban para más, lo que nos importaba en ese momento, era la cantidad y el ahorro por encima de la calidad.
El tiempo se nos hizo cortito, al calor del alcohol, reímos, lloramos, bailamos, discutimos, le hablamos de amor a las meseras, en fin, creímos estarla pasando muy bien.
A la 1:00 de la madrugada salimos del local sin dinero, ebrios y sin la compañía de ninguna “dama”. Un muro dividió las promesas, los abrazos y el cariño que decían sentir por nosotros aquellas mujeres. Hacía apenas unos minutos y unos cuantos pesos, éramos los reyes en aquel lugar pero ya sin dinero, dejamos de ser gratos.
Cenobio y Enrique no quisieron acompañarme de regreso, decidieron dormir en un establo que se encontraba a las afueras del pueblo. No recuerdo que tanto les grité, les dije de todo por ser unos cobardes “deja abajo” lo más seguro, es que ni siquiera me escucharon.
Me alejé cantando El Muchacho Alegre y Gabino Barrera. En media hora llegué al lugar donde cortábamos la vara blanca, por un momento pensé en quedarme tirado a dormir entre los bultos apilados; pero quise hacerla de valiente, el alcohol me engañaba y creí estar en condiciones excelentes para continuar, así que, tomé el rumbo hacia mi casa aún a sabiendas que tendría que caminar aproximadamente 10 kilómetros.
Recorrí algunos 5 kilómetros, había luna llena; pero lo espeso del bosque me dejaba en plena oscuridad al caminar entre los árboles, arrastraba los huaraches y el cansancio estaba haciéndome su presa cuando escuché el llanto de un niño.
Pensé que el ruido de la música y el “barullo” estaban reproduciéndose en mi cerebro pero no fue así, escuche de nuevo con más fuerza aquel llanto y decidí buscar lo que creí podría ser un bebé en peligro.
Ahí estaba, frente a la planta de “vainoro”, arbusto espinoso sumamente “enredado” con la maleza de otras plantas del monte, el llanto era mucho más fuerte. Envuelto con un fino cobertor estaba el pequeño “bultito”, abandonado a su suerte en medio de la “nada”.
Lo tomé entre mis brazos y seguí mi camino. La borrachera se me había pasado quizás por la adrenalina de aquel momento, empecé a hacer planes sobre lo que haría con aquel pequeño; pensé en darle educación, criarlo y hacerlo un hombre de bien.
Llegué a “un claro de luna” al cruzar por una vereda y me detuve para mirar detenidamente a aquel niñito. Era un varoncito de tez blanca, cabellito rubio y ojos de color azul. Parecía un ángel enviado del cielo para darme fuerzas, recomponer mi forma de vivir y mejorar mi conducta. Empecé casi de inmediato a hacerle cariños:
—¡Hola precioso!; que hermoso eres, mira, que bonito pelo rubio tienes, que bonitos ojos, y que delicado y frágil estás, no sé cómo alguien ha tenido el valor de abandonarte.
Entonces el niño sonrió siniestramente y abrió su boca para decir con una voz de ultratumba:
—Y también tengo dientes —dijo mostrando unos enormes colmillos.
Arrojé entre las ramas espinosas a aquel engendro del demonio y corrí sin parar hasta llegar a mi ranchito. La temperatura de mi cuerpo subió tanto que perdí la razón y quede tirado en la entrada del cerco de mi casa, hasta que Doña Nachita, mi vecina, me encontró al día siguiente y me recostó y cuidó hasta que recuperé mi salud.
Nunca dije nada a nadie de lo que me pasó y Doña Nachita pensó que lo que había sucedido era producto de una “cruda”. Dejé de trabajar en el corte de vara blanca y el tiempo me alejó del campo para llevarme a la ciudad capital, donde con grandes esfuerzos, estudié medicina para después hacer una especialidad en pediatría y ahora, lo primero que le reviso a un bebé, son sus dientes.
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